Tal como lo señalamos en ediciones anteriores (ver semanarios N.º 620, 684 y 689), existen sólidas razones y hechos comprobados que sustentan por qué el Gobierno no debe caer en la tentación de participar en asuntos empresariales. El último episodio en el que intenta jugar a ser empresario es la propuesta de Petroperú de adquirir la refinería La Pampilla, estaciones de servicio, entre otros activos de la empresa española Repsol. Parece ser que lo defendido en la campaña electoral por parte de su equipo técnico ha sido olvidado por el ahora partido oficialista.
Crónica de una bancarrota anunciada
Quizás un viaje por la historia sea lo que necesitan los funcionarios del Gobierno que intentan empecinadamente dar un rol empresarial al Estado, en el que ya fracasó. Es por eso que a continuación realizaremos un resumido paseo por los resultados del Estado empresario en décadas anteriores.
Entre las consecuencias de las reformas de Juan Velasco Alvarado, sobre todo del año 68 al año 75, tanto en lo que se refiere a petróleo, minas y temas agrarios como a producción industrial, figura primero un socavamiento de la confianza en la estabilidad jurídica y en el respeto a la propiedad y las inversiones privadas en el Perú, con la consiguiente reducción en el flujo de las mismas. Esto fue el caldo de cultivo para la crisis económica y social que surgió en la década del 80. Incluso, a pesar de que el precio del petróleo se multiplicó por 2.7 desde mediados de 1978 hasta 1981, el Estado no supo capitalizar dicha situación a favor de nuestra economía, sino todo lo contrario.
De acuerdo con el IPE, en 1969, a inicios de la dictadura militar de Velasco Alvarado, las pérdidas acumuladas de las empresas públicas ascendían a solo US$ 46 millones. Una década después, estas sumaban US$ 2,481 millones (equivalentes al 10% del PBI), esto es, se multiplicaron por 54 en tan solo diez años. Todo este dinero perdido pudo haberse invertido en hospitales, medicinas, escuelas y asistencia para los peruanos más pobres. Como ya se señaló en la editorial de la presente edición, esta catástrofe económica se generó por la pésima administración de las empresas públicas, las cuales, al no valorar el dinero porque no les costaba como sí a las empresas privadas (porque en las empresas estatales, el fisco siempre cubre las pérdidas), cobraban precios artificialmente bajos que no cubrían sus costos reales. Inclusive, al no tener el incentivo de maximizar beneficios, en lugar de invertir en mejorar sus procesos para ofrecer un mejor servicio y ampliar su alcance a la población, eran muchas veces fuentes de empleo para atender intereses partidarios.
Si existió en esa época algún sector que experimentó un crecimiento, como se pretende con las intervenciones estatales, fue porque lo hizo en base a la inversión pública y el incremento de la burocracia “dorada” que en algunas instituciones y cargos registra sueldos muy altos, pese a su poca o nula rentabilidad. Precisamente, estos sectores de la economía, especialmente los que venden servicios y bienes al Estado, revelaron importantes tasas de incremento en las ventas entre 1978 y 1981. En cambio, hay otros sectores que no están muy bien, y son aquellos que no se benefician directa ni indirectamente del colosal presupuesto estatal. Este criterio de “redistribución” de recursos se opone diametralmente a lo que la Constitución actual acertadamente establece: “Solo autorizado por ley expresa, el Estado puede realizar subsidiariamente actividad empresarial, directa o indirecta, por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional”. Por tanto, adjudicarse funciones que históricamente el sector privado realiza probadamente con mayor competencia que el Estado es una forma de concentración administrativa del mercado.
“Hemos aprendido”… pero ¿qué?
El argumento del equipo técnico del partido oficialista para intentar nuevamente estos experimentos sería el de que ya se ha aprendido de los errores del pasado. Como alguno de ellos explicara al presentar el plan de gobierno de la actual administración, el progreso en su planteamiento radica en reconocer que el proteccionismo hace énfasis en el abastecimiento de los mercados internos con producción doméstica, sin explicar el origen y determinación de la correspondiente demanda doméstica. Ha sido Repsol, a pesar de las restricciones de producción impuestas por el Gobierno y la incertidumbre en el mercado de commodities, el agente que ha sabido gestionar dichos riesgos y mantenido el equilibrio en el mercado de combustibles. ¡Oh, ironía!, esto es lo que efectivamente está desestimando el Gobierno de turno (involuntariamente, en el mejor de los casos). El sector privado ha tenido éxito porque es competitivo donde el Estado no lo es.
Hoy existen casos en que el Estado, si bien tiene la capacidad de realizar algunas tareas, es largamente menos eficiente que una empresa privada y, aún así, continúa demostrando que no aprende, como lo demostró la Marina de Guerra al cobrar a los embarques comerciales tarifas que doblaban lo que actualmente cobra por un mejor servicio la Autoridad Portuaria Nacional (APN). Asimismo, Petroperú deberá cubrir más de US$ 1,700 millones en pasivos que se suman a la adquisición de La Pampilla, todo por jugar a ser empresario. ¿El legado del actual Gobierno será revivir a los “elefantes blancos” del Estado para que atrasen a la economía peruana, una vez más?